sábado, 30 de mayo de 2009

El fracaso de la investigación clínica en España


El fracaso de la investigación clínica en España (I)
Federico Soriguer
CIBER de Diabetes y Metabolismo (CIBERDEM), Servicio de Endocrinología y Nutrición, Hospital Universitario Carlos Haya de Málaga.
JANO.es
22 Mayo 2009

Sin calidad asistencial es imposible que se genere investigación científica


Recientemente, Font et al han publicado en Medicina Clínica un excelente trabajo sobre la organización y los modelos de funcionamiento de las estructuras de investigación biomédica. Describen la situación actual y los retos del futuro de estas estructuras y herramientas, así como el abordaje de la innovación, apoyándose en la experiencia del Hospital Clínic de Barcelona. Saben los autores de lo que hablan, pues no en vano son en parte los responsables de que el Clínic sea hoy un gran referente de la biomedicina y de la investigación científica nacional e internacional.

En el artículo hacen propuestas concretas de cómo debería de ser la gestión del conocimiento de las instalaciones sanitarias. Por desgracia, las cosas no han seguido el mismo discurso en todo el país, muy especialmente en lo que respecta a la investigación clínica. Es un lugar común hoy día la tesis de que no hay investigación básica o aplicada, sino buena o mala investigación. Es ésta una afirmación irrefutable, pero a efectos de la gestión de la complejidad quizá sea prudente mantener aún una cierta taxonomía sobre los agentes de la investigación científica. Así pues, a los efectos de los contenidos de este artículo y sólo de manera operativa, definiremos la investigación clínica como aquella investigación que es hecha o liderada por clínicos.

En un artículo reciente, Santiago Lamas, profesor de Investigación del CSIC, llamaba la atención sobre la precaria situación de la investigación clínica en los hospitales españoles. En la mayoría de los países, la investigación biomédica supone entre el 40 y el 50% del total de la investigación nacional. Esto es así porque el concepto de biomedicina se ha ampliado hasta ocupar la mayoría de los espacios del conocimiento, porque la gran preocupación de los ciudadanos es la salud en su más amplio sentido y porque ramas científico-técnicas, originalmente muy alejadas de la biomedicina, se han acercado a ella, tentadas por las grandes oportunidades que la biomedicina les ofrecía.

En medio de toda esta vorágine, la investigación clínica es la gran olvidada. No hay justificación para que así sea, pero hay razones de por qué ha sido así. La primera es intrínseca a la propia naturaleza de la medicina clínica. Históricamente, la clínica ha sido una disciplina cargada de un enorme significado moral, fundado sobre todo en la autoridad del médico. Esta autoridad basada en la experiencia personal iba acompañada generalmente de una cierta impunidad ética e incluso jurídica. Desde este privilegio, la medicina clínica ha estado más cercana al arte que a la ciencia, pues además, entre otras, las acciones clínicas, por su carácter individual e irrepetible, no eran susceptibles, se decía, de la valoración científica. Aún hoy voces autorizadas sostienen que los clínicos, en cuanto tales, carecen de la legitimidad para la investigación y que la generación de conocimiento se está cubriendo razonablemente con la incorporación creciente de investigadores no clínicos a las plataformas y estructuras de investigación de que se están dotando la mayoría de los grandes hospitales de nuestro país.

Afortunadamente, los importantes cambios que experimentó la medicina en la segunda mitad del siglo XX han obligado a la medicina clínica a la constante justificación de sus actos, una justificación que sólo puede hacerse científicamente. En realidad, siempre ha habido clínicos que han hecho investigación clínica. El descubrimiento de la asepsia en la fiebre puerperal por Semmelweis, de la niacina por Gaspar Casal o de la insulina por Bantig, todos ellos grandes clínicos o cirujanos, se estudia como ejemplos paradigmáticos del hacer científico en los libros de historia de los descubrimientos.

Sin embargo, parecería que hubiera habido un especial interés en mantener a la clínica encarcelada en su ensimismamiento artístico. Más recientemente, la creciente asalarización de los médicos por los grandes modelos de gestión sanitaria, públicos o privados, ha llevado a una nueva consideración de la clínica como una técnica y de los clínicos como técnicos a los que podía evaluarse por su rendimiento (técnico), por el producto de su trabajo.

Esta consideración de la medicina como técnica ha estado impulsada por la creciente especialización de la clínica, por las expectativas que la sociedad tiene en la tecnología sanitaria y por el interés de los trust tecnogerenciales, que de esta manera podían mantener a una enorme masa de “cognitariado” sanitario, según la feliz expresión de Román Gubern, sometida a modelos de gestión empresarial convencional. Como dejó dicho Castilla del Pino, con acidez y con lucidez: “Los pacientes de nuestro tiempo no pueden aspirar a que los quieran, sólo a que los curen…”, y “tanto médicos como pacientes, en realidad, hoy lo que hacen es competir por la tecnología”.

Sin embargo, en el último tercio del siglo XX las cosas comenzaron a cambiar. La ruptura de la lógica científica con los modelos deterministas duros, la irrupción de los modelos estocásticos, la revolución autonomista de los pacientes y la creciente conciencia ética de las nuevas generaciones de médicos introdujeron en la clínica la lógica científica, primero como parte de su cultura y después incorporada a su praxis. Ahora ya sabíamos los clínicos que las grandes preguntas clínicas sólo podían ser satisfechas científicamente por los propios clínicos y que la clínica no era (en realidad nunca lo había sido) sólo el espacio donde se aplicaban los conocimientos que otras disciplinas (éstas sí inequívocamente científicas) habían ido generando.

Esta independencia epistemológica de la clínica respecto de las llamadas a sí mismas ciencias básicas o fundamentales tuvo para la clínica unas consecuencias incalculables. En el pórtico de La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper recuerda una frase de Oscar Wilde: “Experiencia es el nombre que damos a nuestros errores”. La clínica había dejado de ser sólo “experiencialista” para ser también experimentalista. La lógica del ensayo clínico se extendía así a toda la medicina clínica. La lógica probabilística, de la mano de la epidemiología clínica, fue uno de los instrumentos que han contribuido a que la lógica científica aterrizase en la práctica y en la investigación clínica. Sin ellas este nuevo lugar común llamado “medicina basada en la evidencia” no hubiera sido posible. No fue una incorporación fácil, pues suponía cambiar no sólo la lógica en la toma de decisiones, sino también en las relaciones de poder y en la propia relación médico-paciente. La medicina dejaba de ser un arte y se alejaba de la tentación tecnológica para convertirse definitivamente en un humanismo científico.

“Los cambios que experimentó la medicina en la segunda mitad del siglo XX han obligado a la medicina clínica a la constante justificación de sus actos, que sólo puede hacerse científicamente.”

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